El monje se sonrió y dijo: “También yo me asombro de la capacidad de renuncia de los hombres del mundo. Pues yo sólo renuncio a cosas perecederas por tesoros de valor infinito, mientras ellos renuncian a lo infinito por cosas perecederas. ¿Quién renuncia a más?”.
El enojo del náufrago
Desde una isla remota, el único sobreviviente de un naufragio oraba fervientemente, pidiendo a Dios que lo rescatara, y todos los días revisaba el horizonte buscando ayuda, pero ésta nunca llegaba.
Cansado, eventualmente empezó a construir una pequeña cabañita para protegerse, y proteger sus pocas posesiones. Un día, después de andar buscando comida, encontró la pequeña choza en llamas, el humo subía hacia el cielo. Todo lo perdió en aquel incendio. Confundido y enojado con Dios le decía: “¿Cómo pudiste hacerme esto?” y se quedó dormido sobre la arena.
Temprano en la mañana del siguiente día, escuchó asombrado la sirena de un barco que se acercaba a la isla. Venían a rescatarlo. Les preguntó, ¿Cómo sabían que yo estaba aquí? Y sus rescatadores le contestaron, “vimos las señales de humo que nos hiciste...”.
Cambiar el mundo
Cuando era joven y mi imaginación no tenía límites, soñaba con cambiar el mundo. Según fui haciéndome mayor, pensé que no había modo de cambiar el mundo, así que me propuse un objetivo más modesto e intenté cambiar sólo a mi país. Pero con el tiempo me pareció también imposible. Cuando llegué a la vejez, me conformé con intentar cambiar a mi familia, a los más cercanos a mí. Pero tampoco conseguí casi nada. Ahora, en mi lecho de muerte, de repente he comprendido una cosa: si hubiera empezado por intentar cambiarme a mí mismo, tal vez mi familia habría seguido mi ejemplo y habría cambiado, y con su inspiración y aliento quizá habría sido capaz de cambiar a mi país y —quién sabe— tal vez incluso hubiera podido cambiar el mundo. (Encontrada en la lápida de un obispo anglicano en la Abadía de Westminster).
El fin del hambre
En una ocasión, por la tarde, un hombre vino a nuestra casa para contarnos el caso de una familia hindú de ocho hijos. No habían comido desde hacía ya varios días. Nos pedía que hiciéramos algo por ellos. De modo que tomé algo de arroz y me fui a verlos. Vi cómo brillaban los ojos de los niños a causa del hambre. La madre tomó el arroz de mis manos, lo dividió en dos partes y salió. Cuando regresó le pregunté: qué había hecho con una de las dos raciones de arroz. Me respondió: “Ellos también tienen hambre”. Sabía que los vecinos de la puerta de al lado, musulmanes, tenían hambre. Quedé más sorprendida de su preocupación por los demás que por la acción en sí misma. En general, cuando sufrimos y cuando nos encontramos en una grave necesidad no pensamos en los demás. Por el contrario, esta mujer maravillosa, débil, pues no había comido desde hacía varios días, había tenido el valor de amar y de dar a los demás, tenía el valor de compartir. Frecuentemente me preguntan cuándo terminará el hambre en el mundo. Yo respondo: cuando aprendamos a compartir”. Cuanto más tenemos, menos damos. Cuanto menos tenemos, más podemos dar. (Madre Teresa de Calcuta).
¿Quién pliega tu paracaídas?
Charles Plumb era piloto de un bombardero en la guerra de Vietnam. Después de muchas misiones de combate, su avión fue derribado por un misil. Plumb se lanzó en paracaídas, fue capturado y pasó seis años en una prisión vietnamita. A su regreso a los Estados Unidos, daba conferencias contado su odisea y lo que aprendió en su tiempo en prisión. Un día estaba en un restaurante y un hombre lo saludó: “Hola..., ¿usted es Charles Pluma? Era piloto en Vietnam y lo derribaron, ¿verdad...? ¿Y usted, cómo sabe eso?, le preguntó Plumb. “Porque yo plegaba su paracaídas. ¿Parece que le funcionó bien, verdad?”. Plumb casi se ahogó de sorpresa y gratitud. “Claro que funcionó. Si no hubiera funcionado, hoy yo no estaría aquí”. Plumb no pudo dormir esa noche, preguntándose: “Cuántas veces lo vi en el portaaviones, y no le dije ni los buenos días, porque yo era un arrogante piloto y él era un humilde marinero...”. Pensó también en las horas que ese marinero pasaba en las bodegas del barco enrollando los hilos de seda de cada paracaídas, teniendo en sus manos la vida de alguien a quien no conocía. Ahora, Plumb comienza sus conferencias preguntándole a su audiencia: “¿Quién plegó hoy tu paracaídas? Todos tenemos a alguien cuyo trabajo es importante para que nosotros podamos salir adelante. A veces perdemos de vista lo que es importante, y dejamos de saludar, de dar las gracias, de felicitar a alguien, de decir algo amable.
Muerto en vida
Gioacchino Rossini fue uno de los músicos más afamados del siglo 19. Caminó por un sendero alfombrado de triunfos, animado por un coro de aclamaciones. En España gozó de una inmensa popularidad, y se le consideraba —siendo muy poco posterior a Mozart y contemporáneo de Beethoven— “el mejor músico de todos los tiempos”.
Así como otros talentos del pasado apenas lograron éxito entre sus contemporáneos, Rossini tuvo, por el contrario, fama, popularidad y riqueza desde el principio. Le idolatraron desde la puesta en escena de sus primeras óperas.
A la edad de 37 años, tras el estreno de “Guillermo Tell” en el año 1829, Rossini entró en una misteriosa y larguísima etapa de inactividad creadora.
Tras veinte años de producción abundante y felicísima, se sumió en un periodo de sorprendente vacío, que sólo rompió en un par de ocasiones —dejando aparte algunas canciones que compuso para deleite de unas reuniones semanales que celebraba en su casa— en los 39 años de vida que transcurrieron hasta su fallecimiento en 1868.
Se produjeron múltiples interpretaciones ante un silencio tan largo en un artista total y absolutamente consagrado. Muchos pensaron que se debía a su temor de quedar a un nivel inferior al de otros talentos musicales que habían surgido como competidores. Ya anciano, reconoció: “Después de ‘Guillermo Tell’, un éxito más en mi carrera no añadiría nada a mi renombre; en cambio, un fracaso podría afectarlo. Ni tengo necesidad de más fama, ni deseo de exponerme a perderla”. ¿Con el éxito termina la aventura de la vida? (Juan Antonio Vallejo-Nájera).
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